jueves, 10 de marzo de 2011

sin editar

(pintaron nomás)


alguna vez quisiera
cruzarme por la calle y no verme
no ser invisible
ni poco importante
simplemente no verme
incluso empujarme distraída
decirme "perdón"
contestarme "no pasa nada"
seguir de largo sin verme
doblar en la esquina
sin pensar en mí

...

tengo la cabeza llena de humo
no hay agua que me salve de esta
aguanto el aire sin esperanza

...

el día que quiera ser sutil
es muy probable
que use nafta y fósforos

lunes, 7 de febrero de 2011

la cita

La vi antes de entrar al bar, sentada de costado en la silla, con la espalda apoyada en el ventanal. Miraba hacia la mesa, jugaba con un encendedor; me imaginé que estaba desesperada por salir a fumar.
Hacía dos días había decidido no insistir más. Esta era la última vez que le pediría un encuentro. Y no esperaba que viniera, me sorprendió tanto verla que estuve a punto de dar la vuelta, sin saber qué hacer cuando entrara, cuando me sentara frente a ella.
También me sentí cansado. No esperaba que viniera y de alguna manera hubiera sido un alivio. A pesar del dolor, allí se terminaría la cosa. Ahora tenía que pensar en ella otra vez, ya que estaba sentada en el bar, esperándome.
Entré temblando, como un niño asustado entra a ver a la directora de la escuela.
La saludé con un beso en la mejilla, ella me sonrió, me miraba con curiosidad. Solía mirarme así, como si actuara como un loco. Sonreía de medio lado, los ojos pícaros, no por eso menos alerta.
Pedí una cerveza, ella hasta el momento no había tomado nada. Tomamos la mitad en silencio, no dijimos ni una palabra, ni siquiera cuando salimos a la puerta a fumar. Ella se levantó, yo la seguí, y todo lo que hubo fue su mirada curiosa por encima de su hombro.
Cuando entramos, aún sin hablar, se sentó de frente, apoyando los codos en la mesa y la cara entre sus manos. Levantó las cejas como preguntándome para qué estábamos ahí.
Y entonces me di cuenta de que estaba loco, de que tenía toda la razón en mirarme así. De que había esperado este momento como si tuviera que definir algo, cuando en realidad nunca hubo nada que definir. Nos conocíamos, quise salir con ella, me atraía mucho, ella se negó, seguimos hablando, pero nunca más le había pedido nada. Seguimos hablando como meros conocidos, como si nada hubiera pasado, aunque para mí hubiera pasado todo, convencido de que iba camino a tenerla.
¿De qué quería hablarle cuando la invité al bar? ¿Qué era lo que tanto ansiaba decirle?
Me di cuenta de que me había olvidado. La cita era conmigo mismo.
Pero ella estaba allí, se reía de mí con la mirada. Me asusté de mis ganas de borrarle la sonrisa. Me asusté al ver que la odiaba por cosas que no me había hecho.
Negué casi imperceptiblemente con la cabeza. Ella parpadeó rápidamente varias veces, luego abrió mucho los ojos (recién ahí recordé cuanto me gustaba, la razón detrás de mis acciones), y finalmente se echó para atrás, mirándome desde la distancia, tratando de entenderme. Ya no se reía. Me caí; me caí del mundo.
Terminamos la cerveza. No dijimos nada. Se levantó y buscó en su bolso, siempre repleto de cosas, el monedero; quise decirle que no pero me ignoró y dejó la mitad del dinero al lado de mi vaso. Fue lo más cerca que la tuve esa vez. Me miró seria, sorprendida, quizás desilusionada. Me miró unos segundos, largos, luego me dio la espalda y salió del bar.
Me quedé sentado. Pedí un whisky. No iba a llorar, ni a lamentarme, ni siquiera a reprocharme la torpeza, la estupidez, mi falta hacia ella. Nada de eso tenía sentido ahora.
Salí unos momentos después.
Desde el ómnibus la vi, caminando un poco encorvada, con los brazos cruzados, como abrazándose. No le pude ver la cara. Esa fue la última vez.

lunes, 13 de diciembre de 2010

sin sol

No pasan ni las horas ni los ómnibus.
Estoy sepultada en un momento sin vida.
Y algo me extraña, algo que no debería estar,
o quizás sí, pero hace tiempo, no ahora
No hay sol, porque es de noche.
Sin embargo, nunca estuvo tan clara esta calle.
Nunca estuvieron claros esos árboles malditos,
encorvados y grises, en medio del abandono
No pasan las horas, no pasan los ómnibus.
Las piedras en la calle están agazapadas.
Las luces del centro, corriendo subterráneas,
no están aquí, pero se recuerdan.
Y yo espero, como si supiera hacerlo.
No hay nada que me mueva de esta calle sin sombra,
sin sol, porque es de noche.

viernes, 27 de agosto de 2010

Piso nueve, ventana al sur

El hombre miraba siempre hacia el mismo lugar, hacia la ventana del piso nueve del otro edificio. Ventana al norte. Aún no sabía quién vivía allí, a pesar de que hacía más de diez años que ocupaba el mismo apartamento.
Cada tanto, se obsesionaba. Su mente lo llevaba a ese alféizar a cada rato. Cualquier movimiento leve de la cortina, horrible, floreada, le provocaba cascadas de especulaciones. Ninguna le satisfacía, él quería saber.
Una mañana, desayunaba en su escritorio, mirando hacia fuera sin demasiado interés. Estaba más preocupado por escribir, algo, cualquier cosa. El editor del periódico le reclamaba una columna hacía una semana. Y estaba en blanco.
No era para menos, no había salido de su casa en una semana. No sabía en qué estado podía estar el mundo a esa altura.
Divagaba, a veces nervioso por su posible despido, a veces casi dormido, dejando llevar la vista hacia el cielo gris.
No supo por qué, si era la postura en que estaba sentado hacía más de una hora, si era alguna fuerza desconocida, pero algo lo hizo paralizarse completamente en un segundo. No podía ni siquiera torcer el cuello. Entró en pánico y creyó que moría, que se moría sin ninguna razón.
Todavía miraba al cielo.
Por el rabillo del ojo vio movimiento en el piso nueve, en la ventana al norte. Movimiento al que no estaba acostumbrado: alguien abría la ventana. Sintió un chillido metálico insoportable, como si el metal estuviera oxidado, pero mucho más fuerte.
Al miedo que sentía se sumó la frustración de morir en el momento en que podía saber quién vivía allí.
Pero no moría. Segundos después, seguía paralizado pero vivo. Era un hombre razonable. Trató de interpretar su parálisis como una consecuencia de alguna contractura. Le resultaba menos fantasioso que pensar en fuerzas extrañas.
Alguien lloraba en la ventana del piso nueve.
Apenas percibía a la figura. Podía ser cualquier cosa. El llanto sonaba lejano y quedo, no le permitía identificar nada que no fuera un ser humano, sin sexo, sin edad.
La figura se movía, aparecía, desaparecía, como nerviosa, caminando por la habitación…
Segundos después, la parálisis no cedía, pero el hombre estaba pendiente de la ventana al norte.
La figura caminaba en círculos, o al menos eso parecía.
De repente, algo cambió. La persona que lloraba en la ventana hizo un movimiento extraño. El hombre no podía adivinar cual era.
Y después no estuvo más. Momentos después, la parálisis cedió. Se relajó su cuerpo de manera brusca y cayó de la silla. El ruido que hizo al caer tapó el sonido de otra caída, mucho más abajo, y el hombre no se enteró. Nunca entendió porqué la ventana permaneció cerrada del todo por mucho, mucho tiempo.

lunes, 9 de agosto de 2010

cosas que pasan

Sin querer, porque no quise, fui poniendo las cosas en orden. Me hubiera gustado salir corriendo y llorando bajo la lluvia, pero supuse que no sería tan romántico como me lo imaginaba. No, no hubo mal teatro. Las cosas siguieron y las fui poniendo en orden.
Qué más quisiera uno que mirar a la ventana y ver, en esos momentos grises, cosas que parezcan poesía. Cosas que parezcan, aunque sea de lejos, señales de la propia vida. Sentir que de alguna manera, el mundo se preocupa por uno. Pero no, tampoco fue fácil la poesía, tampoco hubo poesía.
Las cosas se me escapaban y las tuve que poner en orden.
Las más chicas, las llamadas por teléfono, las clases que vuelven a importar, todo eso casi se resolvió solo. Al fin y al cabo hay gente que sí está donde uno la espera. Otras, el olor a jabón cuando casualmente me lavo las manos con uno igual al tuyo, cuestan un poco más. Ahí el cráneo parece achicarse, uno se desmigaja pensando y se siente hasta satisfecho, sufriendo lo mismo que en un novelón pero en dosis más bajas. Ahí hay para pensar, aunque no valga la pena. Hay, sólo hay, y uno se desmigaja pensando.
Las cosas siguen y algunas vuelven. Debe girar todo en círculos, supongo. Uno vuelve a mirar otros cuerpos. Uno vuelve a disfrutar las pocas mañanas que pasa despierto. Uno se pierde dos o tres veces más y vuelve a su puerta, borracho y desagradable pero feliz.
De a poco los cuerpos tienen nombre y cara otra vez, y ahí, casi, casi, las cosas vuelven a pasar con ritmo propio. Uno vuelve a ser director de su obra magna.
Las rodillas quedan un poco más raspadas, un poco más sucias, pero uno sigue caminando y al final, ni se acuerda que se cayó. Lástima. O suerte. Vos decime.

viernes, 9 de julio de 2010

las lluvias

El tablero de ajedrez está abandonado y polvoriento. Las piezas conservan las posiciones que las jugadoras les dieron por última vez. La dama le da jaque al rey en una agonía ya muy larga.

Días antes apenas, Marcos se durmió en mi falda, inquieto, como frustrado por no poder presenciar el final.
También me había llegado el sueño, pero me esforcé por quedarme despierta. Nunca hubiera dejado a las niñas solas en medio de una guerra, aunque fuera entre piezas de ajedrez.

A Clara le enseñé a jugar apenas llegó, el primer día. La encontré, mojada y dura de frío, tratando de dormir en el umbral de mi puerta. Ese día se había cumplido el primer mes de lluvias. Pensó, como muchos otros, que la casa estaba abandonada, y quiso irse cuando abrí la puerta. Creo que fueron el sueño y el hambre los que la convencieron de entrar, más que mis palabras. Sueño, hambre, resignación.
En el rincón entre el living y la cocina, donde se abre la escalera, estaba el juego de ajedrez. Lo había encontrado ese mismo día, lo rescaté del sótano, donde se eternizaba como tantas otras cosas, y acababa de terminar con su limpieza. Faltaba un peón, pero tenía en mi poder un trocito de madera que podía sustituirlo.
Clara lo miró con curiosidad, pero no dijo nada hasta mucho después. Luego de que se hubiera bañado y comido, yo intentaba sacarle información sobre su casa, sin obtener una respuesta directa, cuando sus ojazos oscuros se dirigieron a él.
“Enseñame a jugar” me dijo, mirándome con picardía. “Después te cuento todo eso. Pero es largo.”
Yo suspiré, fuimos hacia la mesa. Se sentó en el lugar de las negras, que luego serían sus preferidas.

Micaela ya sabía jugar cuando llegó, pero tardamos en descubrirlo.
Hacía ya dos años de las lluvias. Clara y yo estábamos frente a la estufa, riéndonos con sus cuentos sobre la maestra, cuando golpearon la puerta.
Era la vecina, y a su lado venía una niña envuelta en muchos abrigos.
“...no puedo... pobrecita... mis hijos... y Rodolfo... los sobrinos... viste... pobre ángel... la mamá... y no podemos...”
Luego de diez minutos de charla apresurada, entendí que la niña había quedado, mágicamente, bajo mi cargo. No sabía qué hacer, por lo pronto sólo podía hacerlas pasar.
Al darme vuelta, vi una mirada extraña en Clara. Le indiqué a la vecina que llevara a la niña a la cocina y le guiñé un ojo. Ella se mordía el labio inferior, pensativa.
Más tarde le pregunté qué pensaba ella del asunto. A pesar de llevar dos años conmigo, todavía se sorprendía cuando le pedía su opinión.
Me miró en silencio unos segundos. Luego miró hacia la cocina.
“Si vos podés, que se quede.”
Micaela no sabía, no sabe de eso, y Clara nunca se lo dirá. Su orgullo nunca se lo permitiría. Y Micaela, también por orgullo, no necesita saberlo.

Ella llegó triste, triste se quedó. No se resistió, pero no hizo ningún esfuerzo por caernos bien. Y no podíamos reprocharle gran cosa. Micaela había perdido todo en un derrumbe, uno de esos edificios viejos del centro que se empezaron a venir abajo luego de un año de lluvias.
Todo significaba padre, madre, hermanos menores. La casa, la escuela, los amigos. Perder todo para Micaela incluyó un lugar fijo donde dormir, un cuarto del qué apropiarse, saber al día siguiente donde estaría. Porque comenzó a viajar entre parientes, amigos, de una mano a otra, de una casa habitada por dos ancianos a una con diez niños más, y así sucesivamente, hasta llegar a la casa de una mujer desconocida, que era yo y no sabía qué hacer.
Micaela se encerró en sí misma, y nada podíamos reprocharle.

Clara se dio cuenta de que la llegada de una nueva persona a la casa implicaba una serie de pactos territoriales. Aún cuando Micaela no ocupaba mucho espacio, ya que apenas se movía en la casa, las cosas cambiaron inevitablemente. El baño, la cocina, los espejos, las puertas que se cierran o se dejan abiertas...
Ella vivía el mejor momento de su vida, en el único hogar al que deseaba volver siempre. Y Micaela parecía encontrarse en un infierno. Eso dificultaba las charlas entre ellas, y desconfiaban una de la otra.
Pero ambas niñas intentaban conservar una postura digna de un caballero medieval de cuento, mientras afuera la riada traía cada vez más gatos muertos al patio. Parecían expertas diplomáticas, evitaban tener conflictos muy fuertes. Cada movimiento de Clara hacia Micaela era respondido con una elegante evasiva por parte de ella, que nunca hubiera podido decir porqué la evitaba.

Clara estaba desconcertada, pero al mismo tiempo entusiasmada. El rechazo de Micaela no le hacía daño.
Quiso enseñarle a jugar al ajedrez. Preparó la mesa y llamó a su nueva compañera, esperándola sentada del lado de las negras.
Pero Micaela no quiso jugar. Se excusó diciendo que era muy mala para esas cosas.
Clara se sintió defraudada, pero aguantó el golpe llamándome a mí.
Era ya mejor jugadora que su maestra. Nunca me caractericé por jugar bien al ajedrez, ni a nada parecido. Jugaba con mi padre cuando lo cuidaba durante su internación. Cuando murió, lo olvidé hasta el día en que Clara llegó.
La partida se puso intensa. Clara me sorprendía siempre con sus estrategias. Pero ese día estaba decidida a darle pelea, fuera como fuera mi inteligencia.
Concentradas como estábamos, nunca vimos a Micaela sentada en la escalera, hasta que dijo, con esa voz casi desconocida aún:
“Caballo blanco a A5, y le hacés jaque.”
Ambas malinterpretamos la cara de desilusión de Clara en ese instante. Micaela le explicó que le gustaban más las blancas. Ella le dijo que no había problema. Una vez más, con un movimiento impecable, le dijo entre risas que yo era demasiado mala y necesitaba la ayuda con más urgencia.

A partir de ese momento, la primera partida se anunció tácitamente.
Clara esperaba. Sabía que Micaela caería tarde o temprano en la tentación. El ajedrez estaba siempre impecablemente dispuesto, siempre el almohadón azul del lado de las negras.
Micaela planeaba, también, el momento. Clara era una rival muy difícil. Y podía soportar todas las indignidades que le tuviera preparada la vida, pero jamás se permitiría perder la primera partida de ajedrez.

Marcos llegó seis meses después que Micaela.
A esa altura, yo ya estaba resignada a que ella no sería la última. Los vecinos me habían insinuado la posibilidad de traerme más niños en algún otro momento. Y tal como estaban las cosas, con las lluvias que seguían, no iba a negarme.
Era un niño hermoso, rozagante, tan risueño como llorón. Tenía cinco años y las tres lo quisimos inmediatamente. Comencé a pasar muchas horas fuera de casa, trabajando, y me asustó un poco la relación, siempre tensa, entre las dos niñas, pero aparentemente las cosas fluían cuando aparecía Marcos.
Clara intentaba enseñarle a jugar, Micaela se sentaba en el escalón donde más tarde se sentaría él a observarlas. Él reía, aunque a veces lloraba porque no entendía que le comieran una pieza. Sobre todo cuando entendió el concepto detrás de “comer”.
Las lluvias seguían.

Un día, con Marcos de la mano, entré a la casa y vi lo inesperado. Micaela acababa de mover el primer peón.
Marcos entendió enseguida la gravedad del asunto. Dejó de protestar por la vacuna que acababan de darle y corrió a sentarse a la escalera. Yo me sentía estúpidamente emocionada y corrí a la cocina a preparar una cena acorde al momento.

No fue una noche. Fueron muchas noches de ajedrez. Micaela presentaba batalla a cada oportunidad, batallas casi tan calladas como ella, suaves batallas. Clara, por su parte, la obligaba a declararse, a mostrar sus estrategias. Con sus movimientos exigía respuestas. Micaela no siempre estaba dispuesta a dárselas.
Fueron muchas noches, de cenas prácticas, de Marcos y yo como espectadores.
A veces se me ocurría pensar si realmente estarían jugando bien, o qué diría un jugador experto si las viera. Pero me sentía absurda enseguida. Las niñas eran brillantes. Y la partida había empezado años atrás, desde el día en que Clara llegó y vio el tablero.

Los días transcurrían en una calma que no me cerraba del todo. Una calma en medio de la tormenta, de las lluvias... no parecía posible.
Sólo las noches nos daban una idea de lo que estaba pasando.
Micaela se había vuelto más abierta, dejó de vagabundear sola, me ayudaba torpemente con las tareas de la casa. Clara, en cambio, se veía más concentrada en sí misma. No había perdido su chispa (ni lo hará nunca) pero no me era tan fácil saber dónde estaba su pensamiento como antes.
Traté de pensar que no era sorprendente, que estaban creciendo. Y era así, pero también era otra cosa. A veces uno piensa que atribuir esos cambios al crecer los vuelve inocentes. Uno cree que tiene que ser inocente, pero no es necesario.
Al fin y al cabo Clara había empezado a llorar por las noches, a escribir un diario, a confesar, ocasionalmente, pequeños hechos de su vida. Y su vida no era inocente.
Micaela estaba ganando. Ella se hacía fuerte, mientras que Clara empezaba a dudar. Y en las partidas de ajedrez, se la veía decidida, casi cruel, a mostrarle a Clara que las cosas no eran tan fáciles. Clara, a veces, apenas podía defenderse. Se confundía, se mezclaba… se rendía.

Caballo negro a B6. Alfil blanco a C5. Dama negra a C7.
Y silencio, salvo por el agua que caía.

Cuando Micaela movió la dama blanca a G6 y le dio el jaque al rey de Clara, estaba amaneciendo. Nunca había permitido algo así, pero esa noche las niñas no me escucharon, ni cuando las regañé ni cuando les prometí faltas escolares. Sus mentes estaban fuera de mi realidad, trenzadas en un asunto muy superior a todos nosotros.
Ese jaque resultó especialmente doloroso. Clara se había recuperado esa noche, y había salido de otros jaques como por arte de magia. Pero este era definitivo.
La miré con tristeza, pero en sus ojos había más orgullo que derrota. Estaba dispuesta a morir, pero siempre dando pelea, de pie hasta el final.
Micaela, por el contrario, parecía triste. Siempre atacó sin miedo, pero tenía miedo de matar.
La mano pequeñita, delicada, temblaba cuando dejó a la reina en su lugar de verdugo.
Y Clara brillaba. De un modo que hacía tiempo no veía.
De un modo…
“¿Eso es el sol?”
La voz de Marcos apenas se escuchó en medio del pesado silencio, pero cuando nos llegó su mensaje, sólo pudimos recibirlo.

miércoles, 23 de junio de 2010

horas de sueño

Rodrigo ya no dormía en los aviones, a pesar de las muchas horas que pasaba sobre ellos. Había perdido la costumbre de dormir, sólo descansaba lo suficiente. Y aprovechaba los hoteles, porque la empresa pagaba.
De marzo a setiembre, esa era la época de mayor actividad, o lo era en un principio: sin percatarse, había dejado pasar dos licencias.
Volaba desde Ciudad de México un día y se dio cuenta del detalle. No le importó demasiado. Antes de caer en la cuenta, ya lo había asumido.

El apartamento estaba frío, y era insoportable el olor a humedad. Las cubiertas de los muebles debían ser idea de su madre. Le impresionó la vista de tantas sábanas blancas a su alrededor. Parecía la casa de un muerto.
Dejó el equipaje en su cuarto. Al depositar las valijas a un costado de la cama se le formó un nudo en el estómago, recordando que nadie había ido a recibirlo.
No se confesaba esa angustia. Era normal, viajaba mucho. Los demás también tenían una vida de la cual ocuparse.
Intentaba sentirse satisfecho por ello. Los ojos llorosos de su madre, la cara de perdido del padre al entrar al aeropuerto, le habían causado tanta vergüenza algunas veces… un ingeniero como él, ocultando a sus padres del ocasional compañero de viaje. Ridículo.
Había comprado pasta de camino, puso agua a hervir y preparó una salsa. No era su especialidad, pero nunca había dejado de cocinar. Se resistía a comprar comida hecha cuando podía prepararla. Se distinguía de sus compañeros por ese detalle de herencia materna.
Con la comida en marcha, miró hacia la noche por la ventana de la cocina.
Como su padre, whisky en mano cuando llegaba de trabajar.
Él no tomaba alcohol, y aunque lo hiciera, nunca tomaría ese whisky.

Rodrigo ya no conocía el jet-lag, lo había dominado. No dormía, salvo cuando aprovechaba el hotel.
Según su médico, esa era la causa de las palpitaciones que tenía de cuando en cuando. Falta de sueño. Ridículo.
Consideraba cambiar de médico a la primera oportunidad.

Volaba hacia Ciudad de México un día cuando, vencido, sí durmió, y el médico tuvo razón. Soñó con la frustración de ese descubrimiento, o al menos eso sintió al despertar.
El avión estaba vacío. Le costó unos momentos reaccionar ante el hecho, pero cuando lo hizo, se sintió extrañamente tranquilo. Tranquilo de verdad, como no lo estaba hacía años.
No recordaba a qué iba a México, y sólo sentía curiosidad por su nueva situación.
Las personas que habían subido con él no estaban. La gorda quejosa del extremo de la fila había desaparecido dejando su enorme cartera sobre el asiento. También el vejete alcohólico que se decía escritor había olvidado un maletín muy tentador a su lado.
Rodrigo estuvo a punto de abrirlo. Pero, ¿y si lo veían?
No quiso pensar qué le diría la azafata estresada que le había ladrado ofreciéndole el almuerzo al comienzo del viaje.
Almuerzo… Sintió un hambre feroz, un hambre que lo hizo encogerse.
Asomó la cabeza por encima del respaldo del asiento. Por un momento imaginó como se vería desde el otro extremo de la clase turista, una cabeza solitaria en medio del avión vacío.
Le causó gracia y soltó la carcajada. El efecto de su voz en medio de tanto silencio lo sorprendió. Soltó otra carcajada, luego gritó lo más fuerte que pudo.
Le resultaba divertido, pero el hambre volvió a atacar, y se dirigió al sector de las azafatas.
Tampoco había nadie allí, para su desilusión. Se había imaginado como el único hombre del avión, rodeado de azafatas, yendo a ninguna parte.
Algo sonó en su cabeza como advertencia, pero el hambre era más importante.
La comida del avión nunca se caracterizó por ser gustosa, y lo lamentaba por primera vez. Comió hasta hartarse, pero seguía sintiéndose vacío.
Fue feliz al encontrar chocolate. Se llenó la boca y los bolsillos de bombones.
Volvió a reír con fuerza al pensar en la cara de las azafatas cuando volvieran y vieran el desastre.
Algo volvió a insistir desde el inconsciente, y por segunda vez lo ignoró.
Volvió a su asiento, pensando en que había que proseguir el viaje. Luego cayó en la cuenta de que no había necesidad de hacerlo sentado como un niño bueno. ¡Ridículo!
Decidió revisar las cosas de sus desaparecidos compañeros. Cuando volvieran, podía pasar por otro desaparecido y alegar que también le habían revisado las cosas.
El maletín a su lado lo tentaba muchísimo. Estaba convencido de que el viejo sólo podía tener revistas porno ahí. No era un escritor ni mucho menos. ¡No lo parecía!
Decidió dejar la sorpresa para el final. Comenzó con la cartera de la gorda.
Pastillas para dormir, pastillas para despertar, para el corazón, para la diabetes, para los cálculos. Era una farmacia hecha persona.
Tenía además una libreta con apuntes del tipo “Emma no se presentó a la reunión. Creo que debe ser advertida”. La gorda tomó una forma terrorífica. Mafia de la peor, la mafia vecinal de un edificio. Pobre Emma.
La cartera parecía no tener fin y estaba llena de sorpresas. En el celular descubrió mensajes crípticos, que le sugerían cosas como trata de blancas o de tráfico de drogas más que líos de vecinos. Rodrigo estaba impresionado. ¿Quién era la gorda? “Llevalos a 18 y Ejido. Que hablen con López. Van a entender”.
La cabeza de Rodrigo estallaba de imágenes de violencia y dinero sucio.

La gorda sugería pero no aclaraba, por lo que dejó la cartera antes de tener un ataque de pánico.
Junto a ella había un chico flaco que Rodrigo no lograba recordar con detalle. Era un adolescente de manos y pies desproporcionados que viajaba con la gorda, y nada más. En su lugar había una mochila. Encontró todo tipo de artefactos extraños hechos con alambre. No entendió como funcionaban, y mucho menos cómo los había pasado.
El muchacho guardaba también un cuaderno con apuntes propios de un adolescente deprimido. La gorda aparecía muerta de varias formas espantosas. Y así la llamaba: “la gorda”. Rodrigo decidió dejar la historia familiar para otro día.

Tercer asiento, en el medio, una mujer asustada. Recordaba los ojos claros y huidizos. Era más bien bajita, más bien gordita, más bien invisible. Pero había chocado con él en el pasillo y recordaba sus ojos.
Llevaba con ella una cartera pequeñita y barata. En ella encontró sobre todo maquillaje. Sentía una cierta curiosidad por el maquillaje de una mujer, una curiosidad inconfesable. Había sucumbido más de una vez a dicha curiosidad, y en un par de ocasiones, le había costado caro.
El maquillaje de una mujer asustada era muy sobrio, como el de su madre, salvo un lápiz de labios de un rojo furioso, y que estaría destinado quizás a una noche de lujuria… Rodrigo intentó imaginársela en una noche de lujuria, pero sus ojos siempre huirían y no le interesó.
El celular de esta mujer también contenía mensajes crípticos, pero más terrenales. Estaba dejando al marido. Y… por una relación de Internet.
Le asustó la tristeza que le invadía al pensar en esas cosas. Dos personas que no se conocen y que están tan solas que sienten que sí, ese es el Otro, no hay quien los conozca más en el mundo. Y eso si es mutuo. Porque también puede pasar que una de ellas lo sienta así y la otra se esté masturbando en ese mismo instante con las fotos de la “pareja” posando junto a la abuela.
Le asustó pensar que alguna relación así había tenido. Con una muchacha chilena que estudiaba Ingeniería y le pasaba materiales en PDF.
Dejó a la mujer bajita con su futuro amante y les deseó mucha suerte.

Llegaba el momento del maletín. Ya no le provocaba tanta ansiedad. Estaba triste por las víctimas de la gorda y por la mujer bajita.
Obviamente había muchos más equipajes que podían revisarse, pero sin un rostro que adjudicarles no presentaban demasiado interés.
Estaba solo con el maletín, y era un momento solemne.

El viejo resultó ser escritor, y a su juicio, bastante bueno. Rodrigo se vio atrapado en seguida por su narrativa fluida. Hacía tiempo que no leía una novela y le resultó algo dificultoso al principio. Pero luego agarró el ritmo que tenía cuando, de chico, devoraba las novelas del inspector Maigret que le prestaba su padre.
El viejo lo llevó por Montevideo, le explicó, a través de sus historias, visiones que él mismo había tenido bajo el Viaducto cuando iba hacia el liceo, le recordó dolorosamente la relación con Victoria, su novia itinerante de la facultad.
Cuando terminó de leer, se sentía agotado. Como si hubiera corrido durante horas detrás de su vida pasada.

El avión estaba en silencio. No había nadie más que un hombre dormido en un extremo de la fila cuatro.
Dormía placenteramente, con media sonrisa en la boca, despeinado como un niño que acaba de llegar de la calle.

domingo, 13 de junio de 2010

sin tierra en los zapatos

sin tierra en los zapatos volví de la batalla
impecable derrotada de mi propia estrategia
soberana de mi mundo agonizante
me probé contra la vida y perdí mis canas
esperando el golpe en la puerta
de la vida misma
nada más ni nada menos
y fui emboscada de la manera más estúpida
destruida y obligada
a trabajar para los dioses del trueno
a prostituirme con la calma de estar muerta
pero he vuelto
sin tierra en los zapatos
con una rosa en el ojal.

jueves, 10 de junio de 2010

un detalle menor

las luces están temblando y son dulces
y dormidas, como gatos
pero en cada sombra hay miedo
mi miedo no es oscuro
tiene el color de la luz de la oficina
tiene el olor de una nota a destiempo, una sola
y el ácido filtrándose por los poros
tan lento
tan dulce
que hasta confío en su palabra
tan cálido es este vientre
que cometo el error de odiar la lucidez
esta luz es letal
cuando me levanto estoy muerta
y eso, a la altura del subsuelo
ya no importa.

sábado, 5 de junio de 2010

shhh!


Bueno, bonito y barato! (de hecho es gratis, mejor que mejor)

Gualberto Martinez y yo estaremos leyendo, después toca Fabián Echandía, todo eso mañana 6 de junio, 21 hs, en Living, que queda en Paullier y Prato.

Nos vemos ahí!